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              La búsqueda del
              fabuloso El Dorado fue para los conquistadores españoles del
              siglo XV una empresa tan intensa como la del Santo Grial para los
              hombres de la Edad Media. 
                   
              ¿El motivo? Los españoles andaban en busca de un reino con unas
              reservas de oro fantásticas que colmaran sus ansias de riqueza, y
              sufragaran los elevados costes de las expediciones al Nuevo Mundo. 
                  
              El mito de El Dorado tenía, sin embargo, una base real. Se
              trataba de una ceremonis de los indios chibcas que realizaba su
              cacique anualmente en la laguna de Guatavita, en la actual
              Colombia. La compleja y larga ceremonia culminaba con la ofrenda
              de cinco pequeños objetos de oro a los dioses, que eran arrojados
              al lago, y con la inmersión completa del cacique en las aguas del
              lago, donde se le desprendía todo el polvo de oro que cubría su
              cuerpo. 
                  
              Esta ceremonia llegó, debidamente magnificada, a oídos
              españoles que desde Benalcázar en 1535, hasta Lope de Aguirre o
              Gonzalo Pizarro, entre otros muchos, trataron de localizar aquel
              impreciso país en el corazón de Sudamérica, y que
              aproximádamente situaban en el nacimiento del río Amazonas. 
                  
              Si bien nunca se encontró ningún rastro mínimamente creíble de
              El Dorado, el mito tuvo una utilidad indiscutible para impulsar la
              exploración del interior del continente sudamericano. 
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